
Para el humano no hay nada más difícil que perdonar una ofensa o afrenta y de acuerdo a la magnitud de esta se convierte en un verdadero problema el otorgar un perdón.
Es parte esencial del cerebro no olvidar lo que nos ha generado un dolor, con el fin de estar alerta de que no se nos vuelva a acercar esa “amenaza”. Sin embargo, este efecto se desvía porque nuestra mente nos hace una mala jugada: recordamos a cada momento eso que nos lastimó, ya no para estar alertas.
Entonces experimentamos el mismo sufrimiento una y otra vez, acumulando más dolor. Si no damos vuelta a la hoja el cerebro no tiene forma de canalizar esas sensaciones, originándose lo que llamamos RENCOR.
Ese rencor nos mete a una rueda de hámster que no deja de dar vueltas: más dolor, más rencor, sin encontrar fin. Por eso nos cuesta tanto trabajo perdonar (sumado a otros factores como el golpe al ego).
No nos percatamos que perdonar no es un acto que ayude al que nos ofendió, no estamos siendo benevolentes con él; perdonar nos ayuda a nosotros mismos. Es la forma de poner fin a esa rueda de hámster para liberarse de ese gran peso del rencor que puede llegar hasta aplastarnos si no hacemos nada.
Por una óptima relación contigo, con tu entorno y con los seres que te rodean.